TZARA – EL DESERTOR

 

2529967548En 1950 Tristan Tzara publico » Acerca de la memoria humana» dividido en tres partes, de la segunda El desertor extraigo y y traduzco este fragmento.

 

El desertor se durmió. Por mil mariposas, la muerte se había hecho escuchar. ¿Que sueña? ¿Para qué contarlo? Bajo el sueño de cada palabra, ¿no existe siempre el tiempo que corre? Y la rebelión contra este tiempo y esta carrera, ¿no es precisamente eso lo que significa entender acercándose al mediodía de cada cosa? Se levantó contra el tiempo y la vida corrió un poco más rápido. Quiso ralentizar el tiempo y los días siguieron pasando. Quiso extender el día y desapareció. Quiso enmarcar hermosamente cada acto de visión, separarlo, uno tras otro, hermosamente, ponerlo frente a frente para poder mirarlo mucho tiempo, estudiar su sabor oculto, pelar lo, limpiarlo. Quiso vivir el tiempo. Y de tanto desearlo lo perdió. Perdió el tiempo. Se rebeló y desertó. Después de haberlo buscado mucho tiempo (¿no has visto mi tiempo, no has encontrado un tiempo, este debía ser el mío?), huyó en secreto y se refugió en el bosque. Los mercaderes de invierno se preparaban para visitar las aldeas por el bien de sus billeteras y el parpadeo de año nuevo de sus objetos crédulos. No disponían de tiempo. Crujido de muebles, arena para poner en los zapatos, ladrido de perro al sol, vuelo lento de lentillas, miedo blanco por las lámparas de queroseno, longitudes para los pasillos del castillo, grietas en las paredes, blancas nieves en polvo para estornudar, líquidos en cubos, por defecto, amargura para catarros de otoño y cerebros fuertes, rasguños de anciana, cartas que no llegan, vacaciones pagadas, sueños despiertos, leña de frialdad, pastas de mentir y pastillas de agua pura, pendientes para sordos, miopías a tanto el metro, pestañas de ciego, mangos de tumbas, plumas de humo, lo invisible, tarjetas para lamer, tachuelas de aire, colores de clavo, botones para bolsillos sorpresa, pereza y muchos otros artículos, todo no demasiado caro, pero tiempo, nada, no tenían nunca. También tenían mucha prisa y los días quemaban en sus suelas. Viajaban de pueblo en pueblo para ofrecer al viento su aspecto présbita, curando y cantando, dilapidando el violín y arqueando el torso y sacudiendo a los de nariz mal sonada. Todo esto por unas pocas moneadas. Pero tiempo, nada, no tenían nunca. Ahora la leña se moría en el invierno de los hogares. Los osos estaban cavando la amplia toronja de su sueño invernal. Las moscas mismas aún no sabían bajo la axila de qué techo iban a proteger la libertad de su obscena manera de actuar. Todo iba a acostarse entre la indigencia y la locura. Solo quedaba aún abrevar en silencio el cierzo infinito que azotaba su pecho. ¿Debería él, como la hoja seca acumular el papeleo de sus jirones de recuerdos o desplegar al viento la melena de su experiencia de pacotilla? Permanecía con la mirada fija porque, al haber perdido el tiempo, la tierra se adormecía con sacudidas irregulares de piedras en la boca y, masticando completamente el chapoteo del agua, pensaba con horror en el día en que no le quedaría nada que ponerse bajo la muela del juicio. Y sin que él se diera cuenta, ese día había llegado ya, con su desnudez invisible, con su embarazo nervioso, linfático y somnoliento, aplastado con caracoles, pegajoso y jugoso pero sin embargo derecho, mirándolo por encima del hombro. ¿Entonces ? Pero ya no se movió. Así es como acaba mi canción de aquel que perdió su tiempo.

 

 

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